A 42 años del inicio del conflicto bélico por las Islas Malvinas, es un buen momento para tomarnos un día en función de reflexionar acerca de la memoria, la honra y el honor.
—Por: Lautaro Russo.

Malvinas es, sin lugar a dudas, una laceración que surca la piel bendita de este suelo. Desde sus comienzos, la llaga se empezó a esculpir con la ocupación ilegitima del Reino Unido, allá por 1833. En el artículo de hoy, no es intención realizar una investigación histórica de Malvinas—tema que no descartamos a futuro—. Sin embargo, siempre que un argentino aguarde voz y fuerza en su ser, es menester recordar que las Islas son propiedad de la Nación Argentina, por derecho histórico, contigüidad geográfica y localización dentro del espacio marítimo argentino.
Este reclamo, continuó bregando con ímpetu; dilatando la abertura que nos despertaba desdén e impotencia. Toda esta situación injusta, eclosionó con brío aquel 2 de abril de 1982, cuando recuperamos—ya que son nuestras—las Islas del Atlántico Sur. Un sinfín de tinta se ha derramado, intentando explicar y narrar lo sucedido en Malvinas. La prolongación y el carácter conmemorativo de la fecha, no invitan a ello; pero si a la reflexión. Hoy, es un día para hablar de ellos: nuestros combatientes en Malvinas.
En las últimas dos décadas, se ha oído en demasía una postura que trató a nuestros combatientes como “pibes de la guerra”. Por otra parte, de modo aún más reciente, esto se ha visto totalmente invertido; sustituyendo este mote de “pibe” por el “héroe”, ya que se argumenta que la ya establecida definición de “pibe de la guerra” despojaba el manto de honra y honor que todo ex combatiente merece.
Ya hondaremos en estas dos posturas; pero, antes que eso, ¿Qué pasó antes? ¿Cómo fueron tratados nuestros ex combatientes recién llegados al país? Si uno se sumerge en las entrevistas hechas a nuestros héroes de Malvinas, y la bibliografía que se ha tomado el trabajo de recolectar dicha información, la realidad es que fueron tratados casi como parias. Los excluyeron de la sociedad. Ninguna empresa o compañía, quería brindarles trabajo a los—como se referían a ellos—“locos de la guerra”. El que había ido a Malvinas, era visto como un psiquiátrico que debía ser apartado de la sociedad: como históricamente se ha ocultado a los locos, por fuera de los muros de la ciudad idílica que la sociedad quiere mostrar; se barre debajo de la alfombra. Eso, quisieron hacer con nuestros héroes y, por muchos años, lo lograron. Con la importancia que alberga el cuidado de la salud mental en los ex veteranos de Guerra, a todos se les negó esa posibilidad, por parte del Estado. No es de extrañar, por más cólera que genere y aversión hacia aquel destrato, que muchos de nuestros héroes se quitaran la vida, una vez que regresaron.
Posteriormente, el relato histórico intentó desligarlos de ese manto de nulidad mental, en el que gran parte de la sociedad los había colocado. No obstante, cierto es que su figura había mutado de “loco” a “pibe de la guerra”. Un halo de victimismo cubrió a los combatientes durante muchos años. Pero, ¿Qué hay de cierto en ello? La gran mayoría de los soldados conscriptos, era jóvenes que estaban cumpliendo con la nefasta “colimba”—corre, limpia y barre—, nuestro servicio militar. La edad del mismo, iba desde los 18 a los 20 años. Todo esto, orquestado desde el mandato de la Junta Militar Argentina, que había hurtado los designios nacionales.
La duda que ahora nos surge, y debemos plantearnos: ¿Es correcto tratarlos de “pibes”? Víctimas de una Dictadura que los mandó a condiciones extremas a matar por el país. En mi opinión, las dos posturas no son excluyentes. Es innegable el hecho de la juventud de la mayoría de nuestros soldados. Además de esto, la rabia se acrecienta cuando se recuerda la inmoralidad de aquellos que huyeron de su responsabilidad por medio del tintineo de las monedas de plata. A la obligación de la colimba, le añadimos el hecho de que sólo fueron aquellos que no pudieron costear su escape. Tampoco se puede negar lo mal equipados que fueron, la no llegada de las reservas de alimentos, las aberraciones cometidas por los altos rangos en Malvinas. Nada de ello puede ni debe negarse. Ahora bien, todo aquello no hace más que imbuirlos en una estirpe heroica a cada uno de nuestros ex combatientes. Fueron héroes por partida doble: enfrentando al imperialismo de un ejército invasor y luchando con valentía, enjundia, fuerza y coraje por la Argentina, no por quienes los habían mandado. No soportaron el frío, los bombardeos, el fuego, la metralla, los disparos, el dolor, la pálida angustia de ver la muerte ante cada momento del día y la gélida parca sombría por el séquito de sátrapas que los había enviado: lo hicieron por la patria.
Fruto de lo anteriormente comentado, brotó, en la última década, este revisionismo de la Guerra, en función de dotar a nuestros soldados de lo que son, fueron y siempre serán: héroes de la patria, pues por ella han luchado. Esto no significa que deba negarse los actos espurios y degradantes que con ellos se han cometido; les debemos ese derecho con la memoria. Pero, como sociedad, nuestra labor ha de ser que nunca jamás se atrevan a osar desvestir de su impoluto traje de ídolos patrióticos a nuestros ex combatientes. Esto abarca desde nuestra gloriosa Fuerza Aérea—la única capaz de propinarles bajas de embarcaciones a la Royal Navy, post Segunda Guerra Mundial—, pasando por el cuerpo de voluntarios médicos que con honor han servido en nuestras Islas y, claro está, a todos aquellos combatientes que, quizás de un modo injusto, se encontraron allí, FAL en mano, y no cesó de surgir de sus pechos la valentía, el coraje, la dignidad y el amor. Este último, a la patria y a todo aquello que les fue arrebato y que deseaban volver a ver.
Honor, respeto, gratitud y gloria a todos los combatientes argentinos en Malvinas; a los que volvieron, y a aquellos que aún siguen allí, custodiando con la misma valentía y coraje a nuestras Islas. Volveremos.